¿Qué piensa Dios de nuestras incertidumbres?
Cuando mi amiga se dio cuenta de que había llegado el momento de romper con su novio, no pretendía que su decisión se prolongara durante un mes. Comenzó con un momento de claridad desgarradora, y al día siguiente una confrontación. Pero la semana siguiente la torturaron las dudas y pidió más tiempo para pensar. Las semanas siguientes estuvieron llenas de análisis, palabras vacías, desacuerdos y una conversación final.
Me había puesto en espera, lista para ser su caja de resonancia, pero en lugar de eso ella seguía disculpándose por el lío. Mi amiga estaba avergonzada de que la ruptura se hubiera prolongado. Había expresado todas las emociones conocidas en cuestión de semanas, y lo único que había logrado era una decisión insegura y poco concreta.
Creo que ella manejó el asunto lo mejor que pudo, pero comprendo la vergüenza por estar insegura, por sentirse culpable al no conocerse mejor a sí misma, o por no escuchar al Espíritu con más claridad. En algún momento, muchos de nosotros aprendemos que nuestra inseguridad es un indicador de una fe débil, y las palabras del Señor Jesús “hombres de poca fe” nos atormentan en vez de animarnos (Mateo 8.26). Vemos a personas como Gedeón: El Señor lo designó para salvar a Israel de los madianitas, y él le pidió a Dios que confirmara este llamado tres veces. (Véase Jueces 6). Si él hubiera tenido más fe, habría obedecido el llamado de Dios desde el principio, ¿verdad? Sin embargo, el Señor participó en las pruebas de Gedeón: su fuego consumió la carne y el pan sin levadura. Empapó el vellón en tierra seca, y secó el vellón en tierra empapada. Si la “fe débil” de Gedeón es un cuento con moraleja, ¿por qué Dios no le respondió con furia, o incluso con apatía? ¿Por qué no respondió como el ángel Gabriel, que dejó mudo a Zacarías por no creer sus palabras (Lucas 1:18-20)
Muchos de nosotros aprendemos que nuestra inseguridad es un indicador de una fe débil, y las palabras del Señor Jesús “hombres de poca fe” nos atormentan en vez de animarnos.
La Sagrada Escritura nos dice que [el Señor Jesús] no oró una, ni dos veces, sino que buscó al Padre tres veces durante esa hora terrible. Si el Hijo perfecto y sin pecado del Dios Viviente –Dios mismo– acudió repetidamente al trono de la gracia en busca de consuelo cuando se enfrentó a emociones tan devastadoras, ¿qué nos dice eso a nosotros? No solo esos sentimientos son una realidad para todos nosotros, sino que podemos y debemos acudir con frecuencia a los brazos del Padre en busca de compasión, misericordia y consuelo.
Si el Señor Jesús se debatió con los planes de Dios para su vida y su muerte, ¿por qué no lo podía hacer Gedeón? ¿Por qué emitir un juicio sobre la calidad de la fe cuando leemos sobre el proceso de Gedeón —o el de mi amiga, según el caso?
Cuando imagino a Dios participando en lo del vellón húmedo y seco de Gedeón, veo la gentil bondad de un Padre que está familiarizado en lo más íntimo con lo que significa ser un humano inseguro, y que conoce todas las circunstancias que nos llevan a dudar. Mientras que nosotros podríamos estar más inclinados a juzgar, Dios está inclinado a mostrar misericordia. No solo nos permite luchar contra su Palabra para verla mantenerse firme, sino que también está presente y es paciente mientras lo hacemos.
No debería ser una sorpresa, entonces, cómo el Señor Jesús recibe a “Tomás el incrédulo”. Sin haber visto todavía al Salvador resucitado, Tomás declara: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20.25). Le hemos asignado una reputación como la de Gedeón, pero me resulta difícil culpar a un hombre por ser escéptico ante una resurrección.
Y me pregunto si el Señor Jesús estaba pensando eso también, al mirar a Tomás. Para ese momento, el Señor había experimentado a plenitud lo que significa ser humano y podía comprender no solo la incredulidad hacia su ser resucitado, sino también los límites del conocimiento del hombre. Tal vez el Señor Jesús estaba incluso recordando sus propias súplicas en el huerto de Getsemaní, y esa necesidad visceral de la confirmación de su Padre. Así que invita a Tomás a hacer lo que pidió: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente” (Juan 20.27). Dios, por ser compasivo, ve la inseguridad, y la aborda de frente.
Quiero decirle a mi amiga que hay una diferencia entre poner a prueba a Dios porque tenemos miedo y queremos estar seguros, y hacerlo porque no creemos en quien Él dice ser. El Señor sabe de qué lado de esa fina línea estamos hablando cada vez que pedimos claridad, confirmación y seguridad. Cuando el camino a seguir no tiene sentido para nosotros, Él nos recuerda que sus caminos son más altos que los nuestros: no se sorprende ni se ofende por las preguntas de un corazón sincero. Es más, puede que incluso se complazca cuando le presentamos nuestras incertidumbres, dejándole solo a Él el honor del propósito y el consuelo.
Dios no se sorprende ni se ofende por las preguntas de un corazón sincero.
Después de ser invitado a tocar las heridas del Salvador, Tomás proclamó: “¡Señor mío, y Dios mío!”, y el Señor Jesús dijo: “¿Porque me has visto, has creído? Dichosos los que no vieron, y sin embargo creyeron” (Juan 20.28, 29, LBLA). Hasta ahora, siempre he leído en esta respuesta la implicación contraria: de que, porque Tomás creyó después de ver, no fue bienaventurado. Pero el Señor Jesús no dijo eso en absoluto. De hecho, Tomás recibió una gran bendición ese día: el perfecto consuelo y seguridad de su Creador, que conocía su espíritu mejor que nadie. A nosotros se nos ha prometido lo mismo: que todos los que vengan al Señor Jesús, confundidos e inseguros, encontrarán seguridad en Él.
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